El desvío de recursos destinados a programas sociales, ya sea para financiar campañas electorales o simplemente para sustraer dinero que debería llegar a quienes más lo necesitan, con el fin de obtener un beneficio ilegítimo, es una práctica tan deleznable como frecuente en la historia de México. Esta forma de corrupción ha sido la puerta de entrada de muchos funcionarios al selecto grupo de los “Nuevos Ricos”.
El listado de casos es extenso. Desde el programa Solidaridad de Carlos Salinas de Gortari, Progresa de Ernesto Zedillo, Oportunidades de Vicente Fox, hasta Prospera de Enrique Peña Nieto —incluyendo iniciativas como la “Cruzada Nacional Contra el Hambre”—, el tufo de la corrupción no ha estado ausente.
Sin excepción, los presidentes en turno han descalificado la mayoría de los programas sociales implementados por sus antecesores, alegando evidencias de corrupción. Andrés Manuel López Obrador no fue la excepción. Bajo su administración, anunció el fin de la era neoliberal, centró su discurso en la lucha contra la corrupción y estableció como mantra gubernamental: “Por el bien de todos, primero los pobres”. Una de las piezas clave de su administración fue la creación de programas sociales con el propósito de “regar la raíz del árbol y no la copa”, es decir, inyectar recursos económicos en las bases sociales para que los beneficios se distribuyan hacia arriba.
Para combatir prácticas corruptas, López Obrador impulsó reformas que endurecieron las penas contra el delito de peculado y tipificaron como delito grave el uso de programas sociales con fines electorales. Cualquier funcionario que desviara estos recursos, incluyendo los “servidores de la nación”, enfrentaría prisión preventiva oficiosa. Además, estos programas ahora son derechos constitucionales, lo que agrava las sanciones por su desvío, condicionamiento o mal uso.
No obstante, esta narrativa enfrenta serios cuestionamientos. Por ejemplo, 138 beneficiarios del programa “Sembrando Vida” en Durango no han recibido su pago desde hace un año. Ante la falta de respuesta, algunos tomaron las oficinas de Bienestar la semana pasada. Al investigar el caso, uno de los afectados explicó que, en casos de baja, se notifica de inmediato al beneficiario, algo que no ha ocurrido. Además, aseguró que califican para el programa, ya que antes recibían los recursos. Según sus declaraciones, ni el ex delegado Iván Ramírez ni el actual, Jonathan Jardines, estaban enterados, pues nunca intentaron platicar con ellos, se enteraron del problema solo tras las protestas.
Por su parte, Eréndira Vanesa Gómez, encargada de la coordinación territorial, afirmó que el dinero no se perderá y que será pagado, aunque no precisó una fecha. Explicó que los retrasos se deben a errores administrativos derivados de un cambio de tarjetas en 2023, durante el cual se omitió documentación necesaria.
Pero situaciones similares se reportan en otros estados. En Chihuahua, campesinos tomaron la delegación por los retrasos en los pagos del programa “Producción para el Bienestar”. Denuncian que en 10 meses se han acumulado retrasos de más de 300 millones de pesos. Este escenario alimenta sospechas sobre posibles desvíos de recursos desde las altas esferas gubernamentales, en perjuicio de los más vulnerables.
A nivel local, las acusaciones también son preocupantes. Jonathan Jardines ha sido señalado por su despotismo y su negativa a atender a los afectados. Además, se denuncian irregularidades como la entrega de tarjetas a personas sin parcelas, beneficiarios inexistentes o incluso residentes en el extranjero. También se mencionan casos de explotación laboral y otras anomalías graves dentro de la Secretaría de Bienestar en Durango.
La situación exige una investigación profunda para esclarecer si estos problemas son realmente fallas administrativas o encubren un esquema de corrupción estructural.