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LA CARNE ME LLAMA

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Recuerdo el olor a carne cruda. Me encantaba ver como destazaban una res colgada de ganchos de hierro, que ahora solo veo en las películas.

Era entretenido contemplar cómo quitaban los pellejos (grasa), de un buen trozo de pierna.  Se usaban cuchillos para cada corte. Para destazar, para quitar la grasa, para cortar el cuete.

Me encantaba introducir un trozo de carne magra al molino y ver cómo salía en forma de gusanos delgados, así se hace la carne molida.

El molino, la sierra, los ganchos, el refrigerador aparador para mostrar al cliente la carne de primera que se vende en “La Blanca”, la carnicería que fundó mi abuelo materno. Luego la trabajo el hijo mayor y ahora el nieto, una tradición familiar.

De hecho he pensado que cuando me jubile, con una buena capacitación bien puedo ser tablajera.

Una buena parte de mi niñez transcurrió en la carnicería. Puedo percibir el olor del “aserrín de los huesos” para las señoras que pedían sobras para sus perros.

En Semana Santa como buenos católicos, vendían pescado fresco y se cerraba jueves y viernes santo; porque comer carne en esos días era pecado.

A mis primos tocaba lavar todos los días el mostrador, la barra donde se hacían los cortes, el molino, la sierra, guardar los cuchillos y dejar todo listo para el día siguiente.

Me gustaba jugar con la báscula que tenía muchas pesas de hierro para medir: de un cuarto, de medio y de tres kilos. Estas pesas tenían su caja de madera y las ordenábamos por tamaño y peso.

La báscula era una especie de balanza, que cuando quedaba a la misma altura, el peso era el que nos habían solicitado.

Teníamos un cajón de madera para el dinero, con divisiones para los billetes y las monedas sueltas en la parte más amplia.

Salía de la primaria y me iba a la carnicería. Disfrutaba mucho el olor, el ruido de la sierra y ver a las mujeres comprando y platicando.

Los paquetes de carne eran envueltos en papel estraza y papel periódico. Eran un paquete muy bien hecho, que aguantaba el trayecto a las casas sin deshacerse. No cualquiera podía envolver tan bien la carne para que no se desparramara en la bolsa del mandado.

Amé la carne asada, el caldo de res con tuétanos y ubre, el caldo de pollo con las patas y el cuello entero. La barbacoa, el hígado encebollado y el corazón; el menudo y el pozole. Las chuletas de corte siete, la pulpa molida, el cuete con mayonesa, el caldillo grande; que era carne de puerco con chile poblano, y el caldillo chico, carne de res con chile poblano; según decía y preparaba mi abuela.

Si no comía carne, mi panza se sentía vacía. Eran buenos tiempos y no lo sabía.

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