Se cuenta que, en una ciudad del interior, un grupo de personas se divertía con el pendejo del pueblo, un pobre infeliz, de poca inteligencia, que vivía de hacer pequeños mandados y de limosnas. Diariamente, algunos hombres llamaban al pendejo al bar donde se reunían y le ofrecían escoger entre dos monedas: una de tamaño grande de 400 reales y otra de menor tamaño, pero de 2000 reales. Él siempre cogía la más grande y menos valiosa, lo que era motivo de risas para todos. Un día, alguien que observaba al grupo divertirse con el inocente hombre le llamó aparte y le preguntó si todavía no había percibido que la moneda de mayor tamaño valía menos y este le respondió: —“Lo sé, no soy tan pendejo. Ella vale cinco veces menos, pero el día que escoja la otra, el jueguito acaba y no voy a ganar más mi moneda”. Esta historia podría concluir aquí, como un simple chiste, pero se pueden sacar varias conclusiones: La primera: quien parece pendejo, no siempre lo es. La segunda: ¿Cuáles eran los verdaderos pendejos de la historia? La tercera: una ambición desmedida puede acabar cortando tu fuente de ingresos. Existe otra historia similar. A las afueras de una ciudad se encontraba un manicomio, esos que ahora les llaman clínicas de salud mental. Cierto individuo que transitaba en su automóvil, se ponchó justo enfrente del manicomio. Se bajó del carro para quitar la llanta y poner la de refacción, puso los birlos a un lado de la refa y cuando estaba punto de colocarla se soltó un fuerte viento lleno de aire y tolvaneras que duró escasos treinta segundos. Al concluir los aironazos, resulta que los birlos habían desaparecido, ahora sí que se los había llevado el viento. El individuo se rascaba la cabeza muy desconsolado, se preguntaba cómo iba apretar la llanta de refacción. Un loco que estuvo observando desde un balcón todo lo sucedido le grita: ¡Amigo no batalle, quítele un birlo a cada una de las tres llantas y póngaselos a la refacción, ya cuando llegué a la ciudad los repone! El individuo extrañado ante la inesperada solución le pregunta: Oye porque estás tú en el manicomio, si el lugar es para locos. El zafiringas o aireado le contesta: Yo esto aquí por loco, no por pendejo. La conclusión de estas dos historias es que podemos estar bien, aun cuando los otros no tengan una buena opinión sobre nosotros. Por lo tanto, lo que importa no es lo que piensan de nosotros, sino lo que uno piensa de sí mismo. El verdadero hombre inteligente es el que aparenta ser pendejo delante de un pendejo que aparenta ser inteligente. Alguien que se fue de estos lares, no sabemos hacia dónde, sentenció una frase lapidaria: “Me voy y os dejo, que el más vivo viva del más pendejo”. Cuando la escuché por primera vez no sabía aún que yo también era de los pendejos a quienes hacía referencia. Se puede pecar de pendejo de muchas formas, pero la más notable es serlo y no reconocerlo: “A mí nadie me tiene de su pendejo”, es un dicho muy generalizado. Por ejemplo, lo que llamamos “errores humanos” que es la forma políticamente correcta de llamar a las pendejadas y citó como ejemplo cuando se accidenta un tren o un avión, que en muchos casos se dice se debió a un error humano, no es más que una pendejada. Pero no hay que alarmarse, nuestra historia siempre ha habido pendejos, los hay y seguramente los habrá en el futuro, en ese sentido podemos decir que somos autosuficientes. Concluimos con Voltaire: La pendejez es una enfermedad extraordinaria; no es el enfermo el que sufre por ella, sino los demás.