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JUANA MANRIQUE DE LARA Y LAS BIBLIOTECAS (Primera parte)

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Siempre he sentido un profundo respeto y admiración por las bibliotecas, el corazón del libre pensamiento, democracia en papel donde habitan las ideas en perenne túnel del tiempo, abrevadero del que siempre se sale en paz. Además, es el único lugar donde el celular por fin se convierte en pisapapeles. Sin embargo, hoy en día estos mágicos recintos parecen aburridos u obsoletos y no nos damos cuenta de la tremenda aportación que han dado (¡y siguen dando!) a la cultura universal para conservar, transmitir e impulsar conocimientos. Los antiguos mexicanos ya tenían una larga tradición bibliotecaria, esto en la forma de los famosos amoxcalli (amox, libros-códices), sitios donde se conservaban los códices que eran creados para registrar costumbres, religiones, tradiciones y la organización social. Dos de las más importantes amoxicallis estaban en Tlatelolco y Texcoco. Con los españoles ya meciéndose en la hamaca en estas tierras comenzó la rápida proliferación de conventos e instituciones de enseñanza, donde las bibliotecas fueron indispensables. En 1534 se formó la primera biblioteca, esto en la Catedral Metropolitana, y a partir de entonces, poco a poco México ostentó las colecciones de libros más grandes y completas del Nuevo Mundo. Un ejemplo de esto es cuando a mediados del siglo XVII el obispo Juan de Palafox donó su colección particular de más de cinco mil ejemplares para crear en Puebla la hermosísima y afamada Biblioteca Palafoxiana, la cual para finales del XIX llegó a tener más de cuarenta y cinco mil ejemplares.  Otra gran aficionada en coleccionar libros fue Sor Juana Inés de la Cruz, quien llegó a tener en su biblioteca conventual cerca de cuatro mil volúmenes. A esta especial colección ella se refería amorosamente como “Mi Quitapesares”. Entonces sólo españoles y criollos tenían acceso a estos acervos, hasta que a finales del siglo XVIII aparecieron las primeras dos bibliotecas públicas, una verdadera innovación para la época: la Biblioteca de la Real y Pontificia Universidad de México y la Biblioteca Turriana. La Biblioteca Turriana estaba localizada en un local junto a la Catedral y para mediados del siglo XIX tenía aproximadamente trece mil volúmenes. Estuvo en servicio por más de sesenta años ininterrumpidos, hasta ser expropiada por el gobierno y pasar a formar parte, como muchas otras bibliotecas conventuales, a la gloriosa Biblioteca Nacional, propiamente fundada por Benito Juárez, en 1867. Durante el porfiriato tener biblioteca en casa se convirtió en símbolo de estatus, la costosa acumulación de libros en repisas de fina madera que quizás jamás se leyeron, pero apantallaban al invitado y daban al dueño facha de intelectual. Tal vez la tenían nada más para poder decir después de la cena la frase que siempre he querido decir: “Gracias, tomaré el coñac en la biblioteca”. En los años que siguieron a la Revolución uno de los objetivos principales del gobierno fue que la educación y el libro estuvieran al alcance de todos. No era para menos, el analfabetismo era galopante y alarmante. Para este objetivo, entre otros, se creó la Secretaría de Educación Pública, que de 1921 a 1924 encabezó José Vasconcelos. Este controvertido visionario consideró a la biblioteca como parte fundamental del proceso educativo, pues eran instituciones culturales vivas y dinámicas que debería estar abiertas para todos. Bajo su iniciativa se abrieron más de dos mil quinientas bibliotecas públicas en el país y se fomentó lo que se llamó Bibliotecas Rurales, camiones-bibliotecas que iban puebleando por aquellos caminos. Y es aquí donde entra nuestra invitada, que para variar y no perder costumbre está más olvidada que un cumpleaños de suegra: Juana Manrique de Lara, de las primeras bibliotecarias mexicanas con educación formal (en la Escuela Nacional de Bibliotecarios y Archiveros fundada en 1916), y la primera bibliotecaria mexicana en estudiar en el extranjero (en The Library School of the New York Public Library, 1923 y 1924). Manrique de Lara nació en 1899 en El Cubo, Guanajuato, aún pintoresco pueblo minero (hoy con menos de 600 habitantes). Como era de esperarse fue su carácter y tenacidad la que sacaron adelante a la joven Juana, hasta forjarse una carrera al formar parte de la primera generación salida de la Escuela Nacional de Bibliotecarios y Archiveros.

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