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Saramago tenía razón… el voto nulo también puede ser revolución

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¿Qué sucedería si, en una jornada electoral, miles de ciudadanos acudieran a las urnaspero, de forma intencional, anularan su voto? Eso es precisamente lo que imaginó José Saramago en su libro Ensayo sobre la lucidez. En una votación, el 83 % de los sufragios fueron nulos. No hubo violencia ni discursos incendiarios, solo una ciudadanía que dijo: Ninguno me representa. Suficiente para poner a temblar a todo el sistema político de ese país que, aunque no se menciona por nombre ni ubicación, claramente se trata de alguna capital. Este fenómeno puede aplicarse al entorno de cualquier democracia moderna.

En México vivimos una situación distinta, pero no menos preocupante. En nuestra democracia, las mayorías no votan. Por ejemplo, en el pasado proceso electoral del 1 de junio, donde elegimos alcaldes para los 39 municipios de nuestra entidad federativa, la participación no superó el 45%. El poco más del 3 % de votos nulos no significa nada, pues si alguien anuló su voto como protesta, no cuenta: se suma a los anulados por error o a los que se emitieron por candidatos no registrados. También habría que pensar qué porcentaje del más del 55 % de los abstencionistas no acudió a las urnas como forma de protesta.

Nuestro sistema político-electoral es imperfecto y, por lo tanto, perfectible. La última reforma de gran calado fue la de 1977, impulsada por Jesús Reyes Heroles. Marcó un antes y un después en la transición democrática: abrió el camino a nuevas fuerzas políticas, permitió la representación proporcional y otorgó amnistía a los perseguidos de la guerra sucia. Fue el principio del fin del PRI como partido hegemónico y sentó las bases para un sistema más competitivo. Sin embargo, no modificó de fondo la relación entre ciudadanía y Estado. La mayoría siguió sin sentirse representada.

Es vergonzoso que, después de casi 50 años, existan apenas pírricos avances en este rubro, y ni siquiera consolidados. Consultas populares, iniciativas ciudadanas y candidaturas independientes han sido impulsadas como mecanismos de participación, pero estas últimas resultan verdaderas entelequias: colocan a los aspirantes en desventaja frente a los partidos. Quien hace la ley, hace la trampa, y esta ha sido redactada por los propios partidos, que no están dispuestos a ceder ni un ápice de poder a la ciudadanía.

La participación ciudadana varía según el tipo de elección y la región, pero en promedio, el abstencionismo ronda el 50 %. El problema es que el sistema no distingue entre apatía y protesta. Promover hoy el abstencionismo o el voto nulo no solo es fútil, sino anticívico. Lo urgente es una reforma político-electoral que reconozca el voto nulo como un acto legítimo de inconformidad, con consecuencias jurídicas y políticas: que se reduzcan las prerrogativas de los partidos, se repita la elección con nuevos candidatos y que las autoridades rindan cuentas por procesos sin legitimidad. Solo entonces, con valor jurídico, el voto nulo podrá ser una verdadera herramienta democrática.

Claro, esta reforma es imposibleal menos mientras los partidos sigan pensando solo en ellos, aunque finjan preocuparse por la ciudadanía. El reconocimiento jurídico del voto nulo será realidad únicamente cuando vivamos en una democracia auténtica, no en esta quimera donde las oligarquías del poder simulan escuchar, pero se niegan a ceder. En México, los votos nulos se cuentanpero no valen.

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