La reciente decisión de la Fiscalía del Distrito Sur de Nueva York de retirar los cargos por narcotráfico y otros delitos graves contra Ovidio “El Ratón” Guzmán, hijo de Joaquín “El Chapo” Guzmán, fundador del Cártel de Sinaloa, ha encendido una vez más el debate sobre la doble moral del gobierno estadounidense en su cruzada contra el crimen organizado.
Lo que algunos medios califican como una victoria para los llamados “narcoterroristas”, en realidad forma parte de una estrategia más profunda: un juego geopolítico donde la información, las traiciones y las alianzas son las monedas de cambio.
El acuerdo alcanzado por la defensa de Ovidio Guzmán para evitar ir a juicio en Nueva York no es producto del azar ni de una jugada improvisada. Es el resultado de una negociación cuidadosamente estructurada, basada en la cooperación y el intercambio de inteligencia sensible, que claramente beneficia a los intereses de Estados Unidos.
Al interior del llamado grupo de “Los Chapitos”, las divisiones son evidentes. Mientras una facción ha optado por colaborar con las autoridades estadounidenses, otra persiste en la lucha por mantener la estructura heredada por sus padres. Esta fractura interna no sólo ha redefinido el mapa del crimen organizado en México, sino que también ha facilitado el avance de otros grupos criminales que buscan expandirse ante el combate interno del Cártel de Sinaloa.
El caso de Ovidio será retomado ahora por la Corte del Distrito Norte de Illinois, en Chicago, donde el próximo 9 de julio está programada una audiencia ante la jueza Sharon Johnson Coleman para formalizar su declaración de culpabilidad. La sentencia se dictará en una fecha aún no determinada.
Mientras tanto, en México, la reconfiguración del crimen organizado continúa a toda velocidad. Las disputas internas de los cárteles —especialmente en Sinaloa— están redibujando territorios, debilitando liderazgos y abriendo espacios para nuevas alianzas. La violencia no da tregua, pero lo más preocupante es que el gobierno estadounidense, mientras denuncia los estragos del narcotráfico y tilda a los cárteles mexicanos de “narcoterroristas”, mantiene diálogos y llega a acuerdos con aquellos a quienes públicamente señala como enemigos.
La contradicción es evidente. Por un lado, Estados Unidos insiste en imponer su narrativa sobre el crimen organizado en México; por otro, negocia en privado con los actores que dice combatir. La intromisión en los asuntos internos mexicanos, bajo sus propios términos y condiciones, exhibe no solo una política exterior hipócrita, sino también una estrategia sustentada en la conveniencia más que en la justicia.
Hoy, más que nunca, queda claro: la doble moral estadounidense no solo opera en los tribunales. También dicta los guiones del poder, la impunidad y la narrativa global sobre el narcotráfico.