Colaboración Especial.
La calidad es un tópico primordial en la sociedad contemporánea. Aunque su desarrollo ha sido más sostenido en el entorno de las ciencias económico-administrativas, lo cierto es que hoy en día no se puede prescindir de la calidad en ningún ámbito del conocimiento humano, particularmente en la educación superior en general y en la educación jurídica en particular. Hablar de calidad es hablar de modernización, innovación, vinculación, internacionalización, entre otros aspectos relevantes; se dirige, asimismo, a la mejora en los procesos administrativos, mejora que debe ser continua, constante y permanente.
Como dice Cantú Delgado (Desarrollo de una cultura de calidad, 3ª. ed., México, McGraw-Hill, 2006, p. 3), actualmente la clave del éxito reside en ser competitivos, entendiendo por éxito que la sociedad obtenga los satisfactores materiales y emocionales que permitan una vida con calidad. El mismo autor sostiene que “personas con preparación de calidad pueden desarrollar y operar organizaciones de calidad, que a su vez generarán productos y servicios de calidad”. A partir de lo anterior es posible desprender que la calidad institucional sólo puede ser tal si antes se tiene una calidad individual en toda la extensión de la expresión.
La calidad de la educación jurídica y política, en este sentido, debe distinguir etapas de consecución, seguimiento y refrendo, pues de esta manera se asegura que los estándares se implementan periódicamente y no sólo en algún momento determinado. Al hablar de una cultura de calidad en los procesos educativos inherentes tanto al Derecho como a la ciencia política, lo que se busca es que permee un ambiente donde la calidad sea algo natural y consustancial al quehacer institucional, instaurado como política pero también como algo que las instituciones de educación superior realicen con la voluntad y la convicción de ser mejores.
Dicha calidad de la educación superior en Derecho y en ciencia política es imperiosamente necesaria en un tiempo donde la sociedad exige profesionistas más y mejor preparados, más competentes y más aptos para afrontar los desafíos legales y políticos del siglo XXI.
Independientemente del prestigio y reconocimiento que se gana públicamente al contar con procesos de certificación y/o acreditación, cualquier institución que ha alcanzado el estatus respectivo no hace sino superarse a sí misma; efectivamente, acreditarse representa mayores compromisos, responsabilidades y deberes, los cuales sin duda redundan en universidades mejor calificadas. Desde luego, en la acreditación debemos apostarle también a los órganos acreditadores más representativos, de lo cual hablaremos en una próxima oportunidad.